domingo, 16 de octubre de 2011

Ocurrió en la Rue Serlin

Tres figuras marchaban dedicadamente por las aceras lyonesas. Dos mujeres y un hombre, unos pasos adelantado. Por la Rue Serlin caminaban en dirección contraria hordas de franceses despreocupados de la belleza del Hôtel de Ville o de los coquetos tejados decadentes e inclinados de las casas, ensimismados con las maravillas de sus móbiles de pantalla quebrada y las pertenencias en sus bolsos. Poco despues de la entrada a la cámara de comercio italiana de Lyon venía un hombre en silla de ruedas electrica junto a la acera pero en el pavimento asfaltado diseñado para las ruedas de caucho mas que para los pies de los viandantes. Era uno de aquellos desafortunados (y digo esto desde la ignorancia de lo que es estar en esa condición) que se encuentran postrados de por vida sobre su sillín de cuero y cuatro ruedas minúsculas. De los que, por vicisitudes del destino o la genética, solo pueden mover una o dos partes de su cuerpo y el resto queda apoltronado en una posición imposible. La cabeza torcida sobre su brazo iquierdo, con el cual dirige la antedicha silla eléctrica, y las piernas lelas y atrofiadas tras años de desuso. De esos que dan aun mas pena por el hecho de que son mayores y llevan puestos viejos chándals de los 80 (en realidad estuvieron de moda en algun momento de su vida y, por ende, legítimamente llevados). Que recuerdan, sin importar la cara o la raza que sean, a un potencial abuelito que hubieramos podido tener.

La primera de las tres figuras, ligeramente adelantada y absorto en el rumbar del gentío por evitar pensar en la razón que lo separaba de las otras dos figuras, miró casi descardamente al hombre mayor que cabalgaba calle abajo. Primero fue por la rareza de aquella figura, ciertamente humana, cuyos años apilados habían moldeado a su silla. Las miradas se cruzaron lo suficiente para que el hombre cambiase de dirección incómodo. Pero luego volvió a mirar. En la pequeña cesta metálica que cuelga de la delantera de su vehículo, apretado entre bolsas blancas de contenido indistinguible (e irrelevante) un ramo de rosas perfectamente preparado, lazo rojo acorde y plástico perfectamente envuelto para protegerlas incluídos. Y en ese momento una angustia liquadora se arrebata del estómago del hombre que lo miró. Por dentro revoloteaban las notorias mariposas hitlerianas. ¿Cual era la razón de ser de aquella docena de rosas tan perfecta? Las emociones, como de costumbre, eran irracionales en ese momento. No puedo, por mas que lo intente, encontrar un justificante, una causa aparente para el pesar que amedrentó en ese momento al traseúnte.
La idea de que fueran un regalo solo lo entristeció más: si se las habían regalado le commovía el gesto pero le apenaba el hecho de que lo mas seguro es quienquiera que se las regaló lo hizo como gesto de cariño y nada más. Y lo hizo por cariño nada más porque en realidad nadie podrá amar a ese hombre de la misma manera que amarían alguien menos aquejado de problemas, y eso es demasiado peso para una psique tan frágil como la de una persona que carece de problemas de ese tipo.
Si las rosas no eran sino un regalo para alguien, le atribulaba el pensar que las emociones que pudiese tener aquel viejo hombre hacia cualquier persona no serían, con probabilidad, recíprocas. Que un amor platónico nunca cesaría de serlo por algo que se escapaba al control de aquel individiuo.
Y en ese momento, el hombre que iba ligeramente adelantado se sintió extremadamente inquieto y revuelto en su interior.  El hombre pasó de largo al trío dirección a solo el diablo sabe donde, con su ramo de rosas perfectas y su cuerpo imperfecto. Puede que mas contento que unas pascuas, indiferente al mundo exterior, puede que no. Y allí estaba el otro, el que tenía piernas y manos funcionales, joven y vigoroso, aturdido por sus pensamientos. Por la acera molestaba su voluptuoso carro, por la calle entorpecía al tráfico y los coches le pitaban (como acostumbran aquí). No encajaba en ningun lado, y eso es un pensamiento que viene atormentado a la humanidad desde hace eones. Pero no de esta manera. En ese momento era el que no tenía excusa para quejarse el que no encontraba uso para sus piernas. La situación ajena se contagió al testigo.
Y el hombre mayor en su silla de ruedas siguió circulando hacia su destino, desacelerando en los baches para que sus rosas no salieran despedidas de su cesta, meticulosamente calculando el trazado de su ruta para asegurar el presente, centrado en todo momento para que sus rosas llegaran en el mismo estado perfecto en el que las conducía. Y al final no sabemos ni a donde ni por qué llevaba un ramo de rosas rojas en su cesta, pero sí que tenía una razón de ser y que esas rosas, da igual lo feliz o infeliz que fuera, conducían su vehículo donde otros, entre los que se encontraba nuestro vidente instantáneo, no hubieran podido. Y una sensación de admiración se impuso en conflicto de las otras emociones, para marear mas si es posible.
Pintadas de rojo
Poco despues, las tres figuras llegaron a casa donde se separaron acometiendo cada cual su placer y él a escribir estas líneas para no olvidar lo que había pasado. Que en aquel momento preciso, en la Rue Serlin de Lyon, él había sido el señor viejo en la silla de ruedas con un ramo de rosas rojas, y le fue acaecido todo el pesar que había generado, y la admiración.
Pero no os equivoquéis, esto es una historia feliz. Pues veréis, quienquiera que fuese es señor en condiciones a priori lamentables, algo en la vida había ocurrido que merecía la pena una docena de rosas (ahorrándome las moñanadas), y él estuvo allí. Un alma sensible (y sabemos que no es necesariamente algo bueno) empatizó y vivió lo que fue aquello, y ahora como testigo único puedo asegurar que por donde anden esas rosas cabalga a su lado todas aquellas emociones que va removiendo y descubriendo a su paso y al final el peso de todas ellas acabarán con el motor de su silla.
Y en cuanto al penoso hombre del que os hablaba al principio, el que andaba taciturno adelantado a sus dos acompañantes, el que se sintió entristecido en la acera de la Rue Serlin camino a su casa, digamos que se lo pensó un poco y dejó de alejarse del grupo que dejaba atrás en ese momento. Que tras escribir estas líneas se levantó de su silla de ruedas y fue a darle sentido a aquellas rosas que llevaba en su cesta delantera.

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