viernes, 11 de noviembre de 2011

Pasó de nuevo en la Rue Serlin

La Rue Serlin puede que sea el lugar mas particular de esta ciudad lyonesa. La pirmera impresión que emana de ella es de una mediocridad consecuente con la mayoría de las calles de una gran urbe. Puede destacarse el Hôtel de Ville al final y la opera al comienzo, pero en su trayecto no sobresale nada especial aparte de una serie de tiendas varias y una zapatería vespertina. De hecho, cualquier visitante escogerá con casi toda seguridad su calle particular en algun sitio próximo al vieux Lyon, o puede que en las calles bohemias junto a las cuestas de la Croix Rousse. Cierto es que tienen un apego diferente al resto de la ciudad y no niego para nada que haya rincones especiales en sendos lares, pero yo, me temo tengo que desviarme un poco de la norma. Mientras que los arcos góticos y los cafés iluminados al atardecer me a parecen tan encantadores como a cualquiera, no encuentro un sitio mas peculiar que la Rue Serlin. Y eso es decir bastante. Basta con descender al metro de esta ciudad paradójica para comprobara que el número de extrañeces no hace sino crecer cuando se va la luz del día.  Y aun así, creo que gana la Rue Serlin.

Entre el caos de los autobuses sin concepto de espacio personal, las bicicletas que creen tener motor y los coches que, asumo, son daltónicos, se sucede una corriente de gente que no parece acabar. Cierto es que en la ciudad entera, por su compactez, hay bastantes tumultos incordiantes de gente que se ve atraída a compartir su individualidad entre el resto de personas que tambien quieren ser individuales en grupo. Sin embargo, la Rue Serlin tiene un constante traficar. Puede que haya mas o menos luz, mas o menos horas marcadas en las agujas del reloj del Hôtel de Ville, pero gente siempre hay.
Es allí donde fue visto aquel señor minusválido con pretenciones amorosas del que ya os hablaron. Tambien allí son vistos personajes de lo mas pintorescos, que resaltan aun mas en el mar de pastel que a tomado la ciudad. Por la noche emanan aullidos de su única acera (y digo acera porque, por alguna razón, la Rue Serlin no necesita de peatones en el lado derecho) que solo vinieron a cuento la pasada vigilia en la que la celebración de Halloween convertía en legítimos susodichas lamentaciones. Quizás sea que estas lamentaciones rememoren la muerte del tal Serlin, caído a manos de los Alemanes durante la resistencia lyonesa. Sea como fuere, esta calle es escenario de particularidades mas o menos extravagantes, pero que pocas veces deja que desear.

No recuerdo si sólo o en pareja, pero aquel que todo lo ve porque a nada echa cuenta paseaba por la Rue Serlin como el resto de marabúnticos individuos solitarios y neutralizados franchutes, paseando igualmente apresurado, por contagio mas que por naturaleza. En eso que cruzó, casi por el mismo camino por donde cruzó el paraplégico enamoradizo días ha, una mujer en patinete a toda velocidad, casi echándose una carrera con los autobuses asesinos del centro. Los patinetes no es ninguna novedad en el país del queso y los vinos sobrevalorados. Parece ser que nunca llegaron a sobrepasar aquella moda que arremetió contra nuestra infancia (para aquellos que la recuerden), partiendo en mil pedazos nuestro deseo y creando una volátil necesidad de tener un patinete de aluminio. De aquellos que vibraban hasta descoyuntar los huesos de la muñeca y que en vez de frenar derretían las ruedas de plástico que portaban la marca del periódico deportivo querido por nuestro padre. Por supuesto en Francia han sido mejorados y consecuentemente encarecidos y ahora suponen un accesorio más. Pues precisamente uno de esos conducía maníacamente esta joven de la Rue Serlin. No fue esto, sin embargo, lo 1ue cautivó su atención. Un cierto atractivo tenía también la forma que tenía de serpentear entre la gente y vehículos varios a la vez que colgaban de sus manillares bolsas repletas de comidas y demás menaje del hogar. Como pasó con el amoroso inválido, no pude ni quise distinguir sus contenidos. Aún así, tampoco fue eso lo que mas singular le parecía.
Lo que le pareció digno de mi asombro fue que la moza (¡tan fermosa!) discurría fluídamente vestida de pies a cabeza en un hiyab negro que le cubría toda carne lustrosa que pudiese ver la luz del sol. Y bajo este hiyab asomaban un par de brillantes zapatillas de deporte dignas del mas francés de los franceses. Y propulsado por dichos zapatos ondeaba en el aire su vestimenta como una bandera que avisaba de su llegada iminente. A pesar de un color que pasa inadvertido en el mar de monotonía que supone la moda burguesa de Lyon, la agitación de su indumentaria fue precisamente lo que giró los ojos del transeunte en cuestión. En ese momento se sintió extraño. Bouleversé dirían por estos lares. Un choque de culturas, de ideales quizás. No es extraño para nada ver hombres con sus vestidos tradicionales hasta los talones y chaquetas de cuero sobre ellos o mujeres cubiertas de arriba abajo y bolsos de diseño colgando estilósamente de su antebrazo. Todos los días toman nota de las lecturas del profesor en sus Macs y parlotean incesamente en el tranvía a través de sus teléfonos "inteligentes". A veces incluso llevan pañuelos de colores vibrantes y llamativos (no tanto por aquestos territorios del color de gris). No había razón alguna por lo que aquella imagen, salida de entre la confusión debiera conmocionarle. O quizás era eso precisamente lo que hacía de aquella situación una particularidad: del caos de la metrópolis surgió algo verdadero. Entre gentes que comparten país pero que no tienen nada en común circulaba sin miedo alguien que, ideales aparte, sabía mezclar su creencia y su voluntad.

Que junto a ella andaban, ensimismadas en su propia belleza, chavalas de (discutible) mejor tipo, enseñando las mismas carnes que otras se cubren, y cubriendo aquellas que las otras pueden enseñar. Que aquel que anda sin andar mirando se tenga que girar ante de la presencia de una cara abierta. Quizás el llevar el cuerpo cubierto nos venga bien a nosotros los occidentales, que tan rapido nos distraemos con el color carne y que tanto lo tenemos asimilado al mismo tiempo. Que el negro resalte la tez oliva de muchachas que podrías pasar desapercibidas entre otras vistas mas al cánon europeo-occidental. Que la atención que prenden sus vestidos al viento sirvan para bien. Al fin de cuentas no somos tan diferentes entre nosotros. Bien es verdad que hay una discutible libertad por parte de las regiones musulmanas en cuanto al trato de la mujer en todos los aspectos que debería ser tratada, pero existe también una ley innata en occidente que no necesita adoctrinación. Porque si hablamos de una cultura regida por tendencias atávicas que influyen en el juicio de las mujeres en cuanto a su vestimenta, no podemos verdaderamente decantarnos por una o la otra. Donde una va cubierta completamente salvo los ojos la otra ve descubierta completamente salvo los ojos.

Todo esto pasó por la mente del testigo de esta escena, mero transeunte, en un fracción de segundo. Un conflicto de ideas que no resolvían en ninguna realidad. Era como era y ella ya estaba lejos.
Una vez mas llegó a su puerta de la Rue Constantine y entró en su casa pero con la mente fijada en un momento pasado. Tergiversada, sin dudad, por la subjetividad de la mente humana. No lograba comprender por qué lo chocó tanto esa mezcla ecléctica de occidente y oriente en un mismo cuerpo. ¿Pudiera ser que había encontrado ella un balance a sus creencias? Una felicidad que nos negamos a reconocer los mismos que negabamos la felicidad que según nosotros les niegan a ellas. Desde un punto de vista personal, humano, no llevamos la razón ni el uno ni el otro, pero eso es difícil de probar cuando se es un extranjero en una comunidad que se aliena a sí misma. ¡Basta con los clichés!
Esa imagen de la  joven en patinete perduró durante varios días y aun surge de vez en cuando, sobre todo cuando aquel que viajaba por la Rue Serlin  se fija en los rostros cubiertos de otras prendas por otras prendas. Y se da cuenta entonces que lo ridículo de aquella efímera imagen que aconteción en la Rue Serlin resaltaba por lo ridículo. Por lo ridículo de los que la rodeaban.

martes, 1 de noviembre de 2011

¿Cómo que no somos nada?

Cuando nos sometemos a una experiencia fuera de lo normal tendemos a asociarla con experiencias no vivídas por nosotros, los referentes que tenemos de la experiencia antes de experimentarlos nosotros mismos. Así, uno tiende a darse a los clichés cuando se encuentra fuera de su zona de confort y de desdeñarlos cuando forman parte de lo cotidiano.

Eso sucedió a 2,500 metros de altura. Allí, sentado en un pequeño rescollo poco nevado, para darse aire de filósofo, dijo lo siguiente: "No somos nada en esta tierra". ¡Y quien negara lo contrario! Que frase tan apropiada para esta ocasión, que cliché. Ademas, no somos nada menos en la alta montaña que a nivel del mar, si apuramos podemos incluso asumir que somos menos a dos metros bajo tierra que a dos kilometros sobre ella, así que ¿por qué aquí ese pensamiento?

Entre tanto, tan poco....



¿Que será lo que tiene el aire de la montaña? Quizás sea la falta de él, en todo caso. Al faltarnos el aire por el irremediable proceso de la física, nos olvidamos de respirar y así nuestro cerebro puede centrarse un poco mas en sus tareas pensadoras. Al faltarnos el oxígeno tenemos una distracción menos. Aun así, "no somos nada en esta tierra" apenas viene a cuento. Desde luego no es lo que sintió este pretencioso filósofo de alturas. Aparte de un miedo constitutivo que le hacía pensar con desdén en el desayuno y que aumentaba con la altura de la telecabina, no había pensado para nada en la mísera existencia del ser humano en la tierra. Tampoco pensó nada por el estilo colgado a mas de dos kilómetros de altura desde un cable de hierro en lo insignificante que sería su cuerpo espachurrado contra la roca debajo. Solo arriba, con la seguridad de que todo seguiría igual, pudo contemplar la nimiedad del ser. ¡Y todo esto estando en lo mas alto de una montaña! Uno puede sentirse intimidado por la altura de estos monstruos cuando los ve por primera vez. Tambien puede sentirse diminuto viendo venir hacia él un mar de hielo, aunque sea a 1 centímetro por hora. Pero no se puede sentir insignificante en plena cumbre kilométrica. No. Aquí uno se eleva por encima de una montaña, ¿cómo que no somos nada?.

Yo no se de otros, pero en ese momento, viéndose uno a la misma altura que toda una montaña, no...que toda una cordillera alpina, el alma se acongoja del poder inmenso que conlleva.
Cuando el filósofo en potencia puso pie y se puso en pie en la piedra montañosa no sintió otra cosa que alivio por estar sobre algo que, estaba seguro, no se caería. Instantes despues, cuando todo lo que lo rodeaba estaba bajo sus pies, entró por donde siempre entran estas sensaciones, por el estómago, algo que sí que había sentido antes. Una mezcla de un vértigo no propiciado por las alturas y una satisfacción tan sobrecogedora que aprieta los organos en sí mismos y produce congoja, por decirlo simplemente. Y allí, mirando en derredor 360 grados, en una sincronía de momentos donde la gente no aparecía, donde las avionetas no volaban, donde el viento se quedó quieto y donde las nubes se fueron apartando, el que quería ser filósofo sintió que flotaba. Una fuerte tribulación le creó un poco de mareo, pero eso era su cerebro. Porque, con un poco menos de aire del que ocuparse, el cerebro era mas consciente de aquella peculiar y efímera situación. Y poco a poco se fue acostumbrando a ella.
Luego llegó la muchedumbre, volvieron a sonar rotores desde el valle abajo y el viento fue enfriando su nariz hasta sacarlo de ese estado. Luego vino la caminata sobre el hielo y las rocas hasta el lago. Viniero las cabras respingando de pico en pico y la dichosa nube que tapaba la vista al Mont Blanc. Y al final llegaron ellos al lago, quizás una hora y media despues, y el sentimiento de congoja había desaparecido. Junto al lago se sentaron y comieron y charlaron y tomaron fotos de todos los picachos y de todos los copos de nieve que encontraban y miraban a los pocos hombres  y mujeres que descendían y subían la ladera de la montaña y se mojaban los pantalones sentados en la nieve. Allí entre mordisco y mordisco del bocadillo, con aire reflexivo y un visaje acorde, el que quería ser filósofo quiso serlo y lo dijo, "no somos nada en esta tierra".

Y aquí menos...¿no?

Y cuando todo ello hubo acabado, vino el silencio de la mano del recuerdo. Y la montaña que lo sostenía 2,500 metros en el aire habló a través de aquella quietud al oído del que quería ser filósofo y le recordó lo que había sentido en la cima de la montaña que ahora poco a poco descendían. Y se volvieron a dar aquellas circunstancias donde todo permaneció en un paréntesis idílico. Sus ojos recorrieron otra vez la circunferencia del panorama y vio lo que estaba pasando, se dió cuenta de la estupidez de lo que había dicho porque la montaña le dijo "tampoco es nada esta tierra". ¡Y quien tuviera valor de negar lo contrario! Pues sí, la tierra no es nada. Y no es que le deba nada al hombre ni mucho menos, no entremos a debatir si la existencia del hombre hace a la tierra lo que es porque eso en realidad no tiene nada que ver con lo que la montaña le dijo al que quería ser filósofo. Lo que la montaña le quiso decir en ese instante al que quería ser filósofo, susurrando silencio y retumbándolo contra sus tímpanos, es que ni el ni ella eran nada. Ni tampoco la graciosa Clara, que le acompañaba y le amenizaba el día con su presencia. En realidad nada era nada, ni lo sigue siendo, pero en su entereza inexistente somos todos uno. Eso puede parecer una complejidad innecesaria creada con la única intención de desorientar, confundir o intimidar al lector, pero nada mas lejos de la realidad.


Dejad que os explique en un momento la particularidad (y esto no es nada nuevo para la humanidad) de mirar una estrella: si entendemos que la luz son partículas en movimiento que entran en nuestros ojos por la pupila y crean una imagen en nuestro cerebro, podemos afirmar que en mirando una estrella, entramos en contacto con ella. Quizás ya ni siga existiendo dicha estrella, pero hace años despegaron millones de partículas desde una orbe fogosa, una supernova alomejor, que ahora han sobrevivido el vacío espacial, han atravesado la atmósfera, han batido la curvatura de la tierra, y han ido a parar a nuestra pupila. En ese momento, estamos tocando una estrella. Podemos tutear al universo, porque ya no miramos a la estrella desde lejos sino que pasamos a formar parte de ella. Ahora podéis entender lo que pasó junto al lago, en lo alto de la montaña, a 2,500 metros de altitud.
Cuando la montaña le dijo que nadie ni nada era algo, que todo era nada, permitió al que quiso ser filósofo que formase parte de la montaña. Fue ahí donde odió ser civilizado, pertenecer a algo tan moderno y tan avanzado, y deseó volver a sus orígenes. Activar aquellos genes dormidos por el futuro y retroceder al estado mas primitivo del ser humano. Sintió la congoja y la aceptó, la disfrutó, dejó de ser lo que llevaba siendo para poder ser lo que siempre había sido. Y sintió tristeza cuando volvió a ser como antes. Nunca perdió la noción de lo que había ocurrido. Mientras bajaban la ladera empinada, el que ya no quería ser filósofo no olvidó lo que la montaña le había dicho y le había enseñado.
Cuando se econtraron tan de cerca con aquel macho cabrío rumiando bajo un arbol caído, vió que lo entendía y lo miró como a un igual y siguió su camino cuesta abajo sabiendo que aquel animal tambien le había mirado como a un igual.

Al final no quedó mas remedio que volver a aquella civilización que tan poco cercana le parecía. En la noche que siguió, entre tormentos y aullidos delirantes a causa de sus sueños, se sintió lleno, como se siente ahora en recordándolo, y todo tenía aun sentido. Una felicidad le inundó, una felicidad rara, inesperada, por haber hablado con la tierra. Y un ansia por volver a ella y dejar atrás esta mal llamada civilización. Pensó, recordó y revivió lo que sucedió a 2,500 metros de altitud, y resonaban en sus oídos el silencioso mensaje de la montaña. Claro que no somos nada, pero ¿qué es ser nada en la nada? Nada.