viernes, 11 de noviembre de 2011

Pasó de nuevo en la Rue Serlin

La Rue Serlin puede que sea el lugar mas particular de esta ciudad lyonesa. La pirmera impresión que emana de ella es de una mediocridad consecuente con la mayoría de las calles de una gran urbe. Puede destacarse el Hôtel de Ville al final y la opera al comienzo, pero en su trayecto no sobresale nada especial aparte de una serie de tiendas varias y una zapatería vespertina. De hecho, cualquier visitante escogerá con casi toda seguridad su calle particular en algun sitio próximo al vieux Lyon, o puede que en las calles bohemias junto a las cuestas de la Croix Rousse. Cierto es que tienen un apego diferente al resto de la ciudad y no niego para nada que haya rincones especiales en sendos lares, pero yo, me temo tengo que desviarme un poco de la norma. Mientras que los arcos góticos y los cafés iluminados al atardecer me a parecen tan encantadores como a cualquiera, no encuentro un sitio mas peculiar que la Rue Serlin. Y eso es decir bastante. Basta con descender al metro de esta ciudad paradójica para comprobara que el número de extrañeces no hace sino crecer cuando se va la luz del día.  Y aun así, creo que gana la Rue Serlin.

Entre el caos de los autobuses sin concepto de espacio personal, las bicicletas que creen tener motor y los coches que, asumo, son daltónicos, se sucede una corriente de gente que no parece acabar. Cierto es que en la ciudad entera, por su compactez, hay bastantes tumultos incordiantes de gente que se ve atraída a compartir su individualidad entre el resto de personas que tambien quieren ser individuales en grupo. Sin embargo, la Rue Serlin tiene un constante traficar. Puede que haya mas o menos luz, mas o menos horas marcadas en las agujas del reloj del Hôtel de Ville, pero gente siempre hay.
Es allí donde fue visto aquel señor minusválido con pretenciones amorosas del que ya os hablaron. Tambien allí son vistos personajes de lo mas pintorescos, que resaltan aun mas en el mar de pastel que a tomado la ciudad. Por la noche emanan aullidos de su única acera (y digo acera porque, por alguna razón, la Rue Serlin no necesita de peatones en el lado derecho) que solo vinieron a cuento la pasada vigilia en la que la celebración de Halloween convertía en legítimos susodichas lamentaciones. Quizás sea que estas lamentaciones rememoren la muerte del tal Serlin, caído a manos de los Alemanes durante la resistencia lyonesa. Sea como fuere, esta calle es escenario de particularidades mas o menos extravagantes, pero que pocas veces deja que desear.

No recuerdo si sólo o en pareja, pero aquel que todo lo ve porque a nada echa cuenta paseaba por la Rue Serlin como el resto de marabúnticos individuos solitarios y neutralizados franchutes, paseando igualmente apresurado, por contagio mas que por naturaleza. En eso que cruzó, casi por el mismo camino por donde cruzó el paraplégico enamoradizo días ha, una mujer en patinete a toda velocidad, casi echándose una carrera con los autobuses asesinos del centro. Los patinetes no es ninguna novedad en el país del queso y los vinos sobrevalorados. Parece ser que nunca llegaron a sobrepasar aquella moda que arremetió contra nuestra infancia (para aquellos que la recuerden), partiendo en mil pedazos nuestro deseo y creando una volátil necesidad de tener un patinete de aluminio. De aquellos que vibraban hasta descoyuntar los huesos de la muñeca y que en vez de frenar derretían las ruedas de plástico que portaban la marca del periódico deportivo querido por nuestro padre. Por supuesto en Francia han sido mejorados y consecuentemente encarecidos y ahora suponen un accesorio más. Pues precisamente uno de esos conducía maníacamente esta joven de la Rue Serlin. No fue esto, sin embargo, lo 1ue cautivó su atención. Un cierto atractivo tenía también la forma que tenía de serpentear entre la gente y vehículos varios a la vez que colgaban de sus manillares bolsas repletas de comidas y demás menaje del hogar. Como pasó con el amoroso inválido, no pude ni quise distinguir sus contenidos. Aún así, tampoco fue eso lo que mas singular le parecía.
Lo que le pareció digno de mi asombro fue que la moza (¡tan fermosa!) discurría fluídamente vestida de pies a cabeza en un hiyab negro que le cubría toda carne lustrosa que pudiese ver la luz del sol. Y bajo este hiyab asomaban un par de brillantes zapatillas de deporte dignas del mas francés de los franceses. Y propulsado por dichos zapatos ondeaba en el aire su vestimenta como una bandera que avisaba de su llegada iminente. A pesar de un color que pasa inadvertido en el mar de monotonía que supone la moda burguesa de Lyon, la agitación de su indumentaria fue precisamente lo que giró los ojos del transeunte en cuestión. En ese momento se sintió extraño. Bouleversé dirían por estos lares. Un choque de culturas, de ideales quizás. No es extraño para nada ver hombres con sus vestidos tradicionales hasta los talones y chaquetas de cuero sobre ellos o mujeres cubiertas de arriba abajo y bolsos de diseño colgando estilósamente de su antebrazo. Todos los días toman nota de las lecturas del profesor en sus Macs y parlotean incesamente en el tranvía a través de sus teléfonos "inteligentes". A veces incluso llevan pañuelos de colores vibrantes y llamativos (no tanto por aquestos territorios del color de gris). No había razón alguna por lo que aquella imagen, salida de entre la confusión debiera conmocionarle. O quizás era eso precisamente lo que hacía de aquella situación una particularidad: del caos de la metrópolis surgió algo verdadero. Entre gentes que comparten país pero que no tienen nada en común circulaba sin miedo alguien que, ideales aparte, sabía mezclar su creencia y su voluntad.

Que junto a ella andaban, ensimismadas en su propia belleza, chavalas de (discutible) mejor tipo, enseñando las mismas carnes que otras se cubren, y cubriendo aquellas que las otras pueden enseñar. Que aquel que anda sin andar mirando se tenga que girar ante de la presencia de una cara abierta. Quizás el llevar el cuerpo cubierto nos venga bien a nosotros los occidentales, que tan rapido nos distraemos con el color carne y que tanto lo tenemos asimilado al mismo tiempo. Que el negro resalte la tez oliva de muchachas que podrías pasar desapercibidas entre otras vistas mas al cánon europeo-occidental. Que la atención que prenden sus vestidos al viento sirvan para bien. Al fin de cuentas no somos tan diferentes entre nosotros. Bien es verdad que hay una discutible libertad por parte de las regiones musulmanas en cuanto al trato de la mujer en todos los aspectos que debería ser tratada, pero existe también una ley innata en occidente que no necesita adoctrinación. Porque si hablamos de una cultura regida por tendencias atávicas que influyen en el juicio de las mujeres en cuanto a su vestimenta, no podemos verdaderamente decantarnos por una o la otra. Donde una va cubierta completamente salvo los ojos la otra ve descubierta completamente salvo los ojos.

Todo esto pasó por la mente del testigo de esta escena, mero transeunte, en un fracción de segundo. Un conflicto de ideas que no resolvían en ninguna realidad. Era como era y ella ya estaba lejos.
Una vez mas llegó a su puerta de la Rue Constantine y entró en su casa pero con la mente fijada en un momento pasado. Tergiversada, sin dudad, por la subjetividad de la mente humana. No lograba comprender por qué lo chocó tanto esa mezcla ecléctica de occidente y oriente en un mismo cuerpo. ¿Pudiera ser que había encontrado ella un balance a sus creencias? Una felicidad que nos negamos a reconocer los mismos que negabamos la felicidad que según nosotros les niegan a ellas. Desde un punto de vista personal, humano, no llevamos la razón ni el uno ni el otro, pero eso es difícil de probar cuando se es un extranjero en una comunidad que se aliena a sí misma. ¡Basta con los clichés!
Esa imagen de la  joven en patinete perduró durante varios días y aun surge de vez en cuando, sobre todo cuando aquel que viajaba por la Rue Serlin  se fija en los rostros cubiertos de otras prendas por otras prendas. Y se da cuenta entonces que lo ridículo de aquella efímera imagen que aconteción en la Rue Serlin resaltaba por lo ridículo. Por lo ridículo de los que la rodeaban.

martes, 1 de noviembre de 2011

¿Cómo que no somos nada?

Cuando nos sometemos a una experiencia fuera de lo normal tendemos a asociarla con experiencias no vivídas por nosotros, los referentes que tenemos de la experiencia antes de experimentarlos nosotros mismos. Así, uno tiende a darse a los clichés cuando se encuentra fuera de su zona de confort y de desdeñarlos cuando forman parte de lo cotidiano.

Eso sucedió a 2,500 metros de altura. Allí, sentado en un pequeño rescollo poco nevado, para darse aire de filósofo, dijo lo siguiente: "No somos nada en esta tierra". ¡Y quien negara lo contrario! Que frase tan apropiada para esta ocasión, que cliché. Ademas, no somos nada menos en la alta montaña que a nivel del mar, si apuramos podemos incluso asumir que somos menos a dos metros bajo tierra que a dos kilometros sobre ella, así que ¿por qué aquí ese pensamiento?

Entre tanto, tan poco....



¿Que será lo que tiene el aire de la montaña? Quizás sea la falta de él, en todo caso. Al faltarnos el aire por el irremediable proceso de la física, nos olvidamos de respirar y así nuestro cerebro puede centrarse un poco mas en sus tareas pensadoras. Al faltarnos el oxígeno tenemos una distracción menos. Aun así, "no somos nada en esta tierra" apenas viene a cuento. Desde luego no es lo que sintió este pretencioso filósofo de alturas. Aparte de un miedo constitutivo que le hacía pensar con desdén en el desayuno y que aumentaba con la altura de la telecabina, no había pensado para nada en la mísera existencia del ser humano en la tierra. Tampoco pensó nada por el estilo colgado a mas de dos kilómetros de altura desde un cable de hierro en lo insignificante que sería su cuerpo espachurrado contra la roca debajo. Solo arriba, con la seguridad de que todo seguiría igual, pudo contemplar la nimiedad del ser. ¡Y todo esto estando en lo mas alto de una montaña! Uno puede sentirse intimidado por la altura de estos monstruos cuando los ve por primera vez. Tambien puede sentirse diminuto viendo venir hacia él un mar de hielo, aunque sea a 1 centímetro por hora. Pero no se puede sentir insignificante en plena cumbre kilométrica. No. Aquí uno se eleva por encima de una montaña, ¿cómo que no somos nada?.

Yo no se de otros, pero en ese momento, viéndose uno a la misma altura que toda una montaña, no...que toda una cordillera alpina, el alma se acongoja del poder inmenso que conlleva.
Cuando el filósofo en potencia puso pie y se puso en pie en la piedra montañosa no sintió otra cosa que alivio por estar sobre algo que, estaba seguro, no se caería. Instantes despues, cuando todo lo que lo rodeaba estaba bajo sus pies, entró por donde siempre entran estas sensaciones, por el estómago, algo que sí que había sentido antes. Una mezcla de un vértigo no propiciado por las alturas y una satisfacción tan sobrecogedora que aprieta los organos en sí mismos y produce congoja, por decirlo simplemente. Y allí, mirando en derredor 360 grados, en una sincronía de momentos donde la gente no aparecía, donde las avionetas no volaban, donde el viento se quedó quieto y donde las nubes se fueron apartando, el que quería ser filósofo sintió que flotaba. Una fuerte tribulación le creó un poco de mareo, pero eso era su cerebro. Porque, con un poco menos de aire del que ocuparse, el cerebro era mas consciente de aquella peculiar y efímera situación. Y poco a poco se fue acostumbrando a ella.
Luego llegó la muchedumbre, volvieron a sonar rotores desde el valle abajo y el viento fue enfriando su nariz hasta sacarlo de ese estado. Luego vino la caminata sobre el hielo y las rocas hasta el lago. Viniero las cabras respingando de pico en pico y la dichosa nube que tapaba la vista al Mont Blanc. Y al final llegaron ellos al lago, quizás una hora y media despues, y el sentimiento de congoja había desaparecido. Junto al lago se sentaron y comieron y charlaron y tomaron fotos de todos los picachos y de todos los copos de nieve que encontraban y miraban a los pocos hombres  y mujeres que descendían y subían la ladera de la montaña y se mojaban los pantalones sentados en la nieve. Allí entre mordisco y mordisco del bocadillo, con aire reflexivo y un visaje acorde, el que quería ser filósofo quiso serlo y lo dijo, "no somos nada en esta tierra".

Y aquí menos...¿no?

Y cuando todo ello hubo acabado, vino el silencio de la mano del recuerdo. Y la montaña que lo sostenía 2,500 metros en el aire habló a través de aquella quietud al oído del que quería ser filósofo y le recordó lo que había sentido en la cima de la montaña que ahora poco a poco descendían. Y se volvieron a dar aquellas circunstancias donde todo permaneció en un paréntesis idílico. Sus ojos recorrieron otra vez la circunferencia del panorama y vio lo que estaba pasando, se dió cuenta de la estupidez de lo que había dicho porque la montaña le dijo "tampoco es nada esta tierra". ¡Y quien tuviera valor de negar lo contrario! Pues sí, la tierra no es nada. Y no es que le deba nada al hombre ni mucho menos, no entremos a debatir si la existencia del hombre hace a la tierra lo que es porque eso en realidad no tiene nada que ver con lo que la montaña le dijo al que quería ser filósofo. Lo que la montaña le quiso decir en ese instante al que quería ser filósofo, susurrando silencio y retumbándolo contra sus tímpanos, es que ni el ni ella eran nada. Ni tampoco la graciosa Clara, que le acompañaba y le amenizaba el día con su presencia. En realidad nada era nada, ni lo sigue siendo, pero en su entereza inexistente somos todos uno. Eso puede parecer una complejidad innecesaria creada con la única intención de desorientar, confundir o intimidar al lector, pero nada mas lejos de la realidad.


Dejad que os explique en un momento la particularidad (y esto no es nada nuevo para la humanidad) de mirar una estrella: si entendemos que la luz son partículas en movimiento que entran en nuestros ojos por la pupila y crean una imagen en nuestro cerebro, podemos afirmar que en mirando una estrella, entramos en contacto con ella. Quizás ya ni siga existiendo dicha estrella, pero hace años despegaron millones de partículas desde una orbe fogosa, una supernova alomejor, que ahora han sobrevivido el vacío espacial, han atravesado la atmósfera, han batido la curvatura de la tierra, y han ido a parar a nuestra pupila. En ese momento, estamos tocando una estrella. Podemos tutear al universo, porque ya no miramos a la estrella desde lejos sino que pasamos a formar parte de ella. Ahora podéis entender lo que pasó junto al lago, en lo alto de la montaña, a 2,500 metros de altitud.
Cuando la montaña le dijo que nadie ni nada era algo, que todo era nada, permitió al que quiso ser filósofo que formase parte de la montaña. Fue ahí donde odió ser civilizado, pertenecer a algo tan moderno y tan avanzado, y deseó volver a sus orígenes. Activar aquellos genes dormidos por el futuro y retroceder al estado mas primitivo del ser humano. Sintió la congoja y la aceptó, la disfrutó, dejó de ser lo que llevaba siendo para poder ser lo que siempre había sido. Y sintió tristeza cuando volvió a ser como antes. Nunca perdió la noción de lo que había ocurrido. Mientras bajaban la ladera empinada, el que ya no quería ser filósofo no olvidó lo que la montaña le había dicho y le había enseñado.
Cuando se econtraron tan de cerca con aquel macho cabrío rumiando bajo un arbol caído, vió que lo entendía y lo miró como a un igual y siguió su camino cuesta abajo sabiendo que aquel animal tambien le había mirado como a un igual.

Al final no quedó mas remedio que volver a aquella civilización que tan poco cercana le parecía. En la noche que siguió, entre tormentos y aullidos delirantes a causa de sus sueños, se sintió lleno, como se siente ahora en recordándolo, y todo tenía aun sentido. Una felicidad le inundó, una felicidad rara, inesperada, por haber hablado con la tierra. Y un ansia por volver a ella y dejar atrás esta mal llamada civilización. Pensó, recordó y revivió lo que sucedió a 2,500 metros de altitud, y resonaban en sus oídos el silencioso mensaje de la montaña. Claro que no somos nada, pero ¿qué es ser nada en la nada? Nada.

domingo, 16 de octubre de 2011

El que sigue la consigue

Ya ha pasado un mes desde que estoy aquí, un mes y sus días de pico que casi forman ya otro. Cobijado al calor de mi manto negro cual gitana trianera veo trepar por mi ventana el frío sibilino de otoño. Se acerca la temporada alopécica-vegetal. Para nosotros el periodo otoñal está lleno de romanticísmo y liricísmo histórico, pero seguro que ellos no se toman con tanta euforia la pérdida de sus cabellos clorofílicos. Seguro que si tuviese árboles en vista estarían ya en proceso de caída. El ruido, sin embargo, sí que lo tengo presente en todo momento. Cuando la ventana está abierta, ensordece el rumor constante de los coches y el estallido electrico de los cables del autobús. Cuando está cerrada es mi mente la que me rodea de ruido. Mi materia gris no deja de rular, algo que, según me dijeron no hace mucho tiempo, es algo privilegiado. A mí me ha traído buenas y malas noticias. A veces sí que me gustaría no tener este ruido interior, otras veces me da calma. Ains...las paradojas. Con la presencia de Baco sobreviendo mis escritos, creo que me dignaré a remodelar mi memoria en una forma mas comprensible para vuestros ojos.

Puedo deducir y deduzco, pues, que no os contaré nada de lo acontecido en la realidad, todo aquello fue demasiado plano y monótono como para que pueda interesar ni a la mas clásica de vuestras neuronas. En su lugar, buscaré en la máquina creadora de mi memoria y os recontaré aquello que sucedió en mi mente. Bien es verdad que algunas acciones y/o eventos puedan correlacionarse con la realidad y la ficción que recreo, pero es de suma inevitabilidad que al final deforme dicha realidad en recuperándola de los abismos cerebrales donde aguardan impaciente la mano de luz que las devuelva al aire exterior. Voy y volteo la mantilla y, al lío marío.

Todo esto, despues de la publicidad.

Ocurrió en la Rue Serlin

Tres figuras marchaban dedicadamente por las aceras lyonesas. Dos mujeres y un hombre, unos pasos adelantado. Por la Rue Serlin caminaban en dirección contraria hordas de franceses despreocupados de la belleza del Hôtel de Ville o de los coquetos tejados decadentes e inclinados de las casas, ensimismados con las maravillas de sus móbiles de pantalla quebrada y las pertenencias en sus bolsos. Poco despues de la entrada a la cámara de comercio italiana de Lyon venía un hombre en silla de ruedas electrica junto a la acera pero en el pavimento asfaltado diseñado para las ruedas de caucho mas que para los pies de los viandantes. Era uno de aquellos desafortunados (y digo esto desde la ignorancia de lo que es estar en esa condición) que se encuentran postrados de por vida sobre su sillín de cuero y cuatro ruedas minúsculas. De los que, por vicisitudes del destino o la genética, solo pueden mover una o dos partes de su cuerpo y el resto queda apoltronado en una posición imposible. La cabeza torcida sobre su brazo iquierdo, con el cual dirige la antedicha silla eléctrica, y las piernas lelas y atrofiadas tras años de desuso. De esos que dan aun mas pena por el hecho de que son mayores y llevan puestos viejos chándals de los 80 (en realidad estuvieron de moda en algun momento de su vida y, por ende, legítimamente llevados). Que recuerdan, sin importar la cara o la raza que sean, a un potencial abuelito que hubieramos podido tener.

La primera de las tres figuras, ligeramente adelantada y absorto en el rumbar del gentío por evitar pensar en la razón que lo separaba de las otras dos figuras, miró casi descardamente al hombre mayor que cabalgaba calle abajo. Primero fue por la rareza de aquella figura, ciertamente humana, cuyos años apilados habían moldeado a su silla. Las miradas se cruzaron lo suficiente para que el hombre cambiase de dirección incómodo. Pero luego volvió a mirar. En la pequeña cesta metálica que cuelga de la delantera de su vehículo, apretado entre bolsas blancas de contenido indistinguible (e irrelevante) un ramo de rosas perfectamente preparado, lazo rojo acorde y plástico perfectamente envuelto para protegerlas incluídos. Y en ese momento una angustia liquadora se arrebata del estómago del hombre que lo miró. Por dentro revoloteaban las notorias mariposas hitlerianas. ¿Cual era la razón de ser de aquella docena de rosas tan perfecta? Las emociones, como de costumbre, eran irracionales en ese momento. No puedo, por mas que lo intente, encontrar un justificante, una causa aparente para el pesar que amedrentó en ese momento al traseúnte.
La idea de que fueran un regalo solo lo entristeció más: si se las habían regalado le commovía el gesto pero le apenaba el hecho de que lo mas seguro es quienquiera que se las regaló lo hizo como gesto de cariño y nada más. Y lo hizo por cariño nada más porque en realidad nadie podrá amar a ese hombre de la misma manera que amarían alguien menos aquejado de problemas, y eso es demasiado peso para una psique tan frágil como la de una persona que carece de problemas de ese tipo.
Si las rosas no eran sino un regalo para alguien, le atribulaba el pensar que las emociones que pudiese tener aquel viejo hombre hacia cualquier persona no serían, con probabilidad, recíprocas. Que un amor platónico nunca cesaría de serlo por algo que se escapaba al control de aquel individiuo.
Y en ese momento, el hombre que iba ligeramente adelantado se sintió extremadamente inquieto y revuelto en su interior.  El hombre pasó de largo al trío dirección a solo el diablo sabe donde, con su ramo de rosas perfectas y su cuerpo imperfecto. Puede que mas contento que unas pascuas, indiferente al mundo exterior, puede que no. Y allí estaba el otro, el que tenía piernas y manos funcionales, joven y vigoroso, aturdido por sus pensamientos. Por la acera molestaba su voluptuoso carro, por la calle entorpecía al tráfico y los coches le pitaban (como acostumbran aquí). No encajaba en ningun lado, y eso es un pensamiento que viene atormentado a la humanidad desde hace eones. Pero no de esta manera. En ese momento era el que no tenía excusa para quejarse el que no encontraba uso para sus piernas. La situación ajena se contagió al testigo.
Y el hombre mayor en su silla de ruedas siguió circulando hacia su destino, desacelerando en los baches para que sus rosas no salieran despedidas de su cesta, meticulosamente calculando el trazado de su ruta para asegurar el presente, centrado en todo momento para que sus rosas llegaran en el mismo estado perfecto en el que las conducía. Y al final no sabemos ni a donde ni por qué llevaba un ramo de rosas rojas en su cesta, pero sí que tenía una razón de ser y que esas rosas, da igual lo feliz o infeliz que fuera, conducían su vehículo donde otros, entre los que se encontraba nuestro vidente instantáneo, no hubieran podido. Y una sensación de admiración se impuso en conflicto de las otras emociones, para marear mas si es posible.
Pintadas de rojo
Poco despues, las tres figuras llegaron a casa donde se separaron acometiendo cada cual su placer y él a escribir estas líneas para no olvidar lo que había pasado. Que en aquel momento preciso, en la Rue Serlin de Lyon, él había sido el señor viejo en la silla de ruedas con un ramo de rosas rojas, y le fue acaecido todo el pesar que había generado, y la admiración.
Pero no os equivoquéis, esto es una historia feliz. Pues veréis, quienquiera que fuese es señor en condiciones a priori lamentables, algo en la vida había ocurrido que merecía la pena una docena de rosas (ahorrándome las moñanadas), y él estuvo allí. Un alma sensible (y sabemos que no es necesariamente algo bueno) empatizó y vivió lo que fue aquello, y ahora como testigo único puedo asegurar que por donde anden esas rosas cabalga a su lado todas aquellas emociones que va removiendo y descubriendo a su paso y al final el peso de todas ellas acabarán con el motor de su silla.
Y en cuanto al penoso hombre del que os hablaba al principio, el que andaba taciturno adelantado a sus dos acompañantes, el que se sintió entristecido en la acera de la Rue Serlin camino a su casa, digamos que se lo pensó un poco y dejó de alejarse del grupo que dejaba atrás en ese momento. Que tras escribir estas líneas se levantó de su silla de ruedas y fue a darle sentido a aquellas rosas que llevaba en su cesta delantera.

viernes, 14 de octubre de 2011

Lo que cuenta es la intención...verdad?

1. Acostumbraos al caos.

Llego tarde, siempre llego tarde a todo excepto a las citas (aunque eso sea mas por las ansias que por otra razón). A Francia no me quedó mas remedio que llegar a la hora o no llegaría. A esto debía de ser de otra manera. Hoy si que llego tarde. Incluso me traje mi reloj de bolsillo analógico para que mis inevitables retrases tomasen un aspecto mas mas literario y encantador, pero ahora se me ha parado. Mas, lo que cuenta es la intención ¿verdad?
Otra vez...

Hoy brindamos que por fín llegué, y con mas adelanto de lo que se puede esperar de mí, debo añadir.
Llegué a contaros como llegué a la ciudad gabacha que me servirá de hogar en los próximos 9...bueno, 8 ya, meses. Hoy estamos a sabado, oficialmente, puesto que me he repartido esta entrada del blog en una zona horaria un poco confusa (la noche confunde hasta a los ordenadores). Yo llegué aqui el jueves. Jueves 1. Jueves 1 de Septiembre. Ha pasado un tiempo razonable para que haya podido conjetar un mínimo de ideas de las que hablar en estas páginas. En realidad miles me han llenado la cabeza de conversaciones con mi yo interno. A veces me miran por la calle cuando hablo conmigo mismo, así que se me sea permitido expresarme aquí, tras líneas de pixelada tinta electrónica, por el bien de nuestros vecinos quesófilos. A sabiendas del furor laboral (ja!) que inunda los puestos de funcionarios en el mes de Agosto, me arriesgué a posponer mi entrega de documentos hasta el último minuto, y me salió mal. Ahora el karma me abofetea a contramano: la Erasmus no llegará hasta dentro de, al menos, 1 mes (el dinero en todo caso, que es lo que todos entendemos por la Erasmus. Otras veces nos vamos sin un duro y no le damos las gracias a la universidad). Mea culpa. Llegué tarde una vez mas. Pero en mi defensa, adjunto que siempre tuve la intención de iniciar un blog, y ahora tengo la excusa perfecta para acaparar un poco mas de cyberespacio.  Llego tarde, pero lleno de intención. Un mes entero de intención para ser exactos.

Pero ahora Beethoven me ayuda a mantenerme en línea. Podéis imaginarme vestido de batín corto, sentado junto al fuego crujiente de invierno en mi "chaise longue" con una copa de coñac (hispanicemos, coño!) en la mano y la música del sordo mas sonóro de la historia en el fondo, dilucidando las ideas que me vienen como por arte de magia a mi cabeza. Libros que empapelan las paredes de saber filosófico y literatura rusa. Pero me temo que la realidad no puede ser mas alejada. El fuego que ilumina la habitación es mi pantalla y en vez de calentar el jugo destilado del color de la miel, solo caliento el sillón de cuero al cual se adhiere mi espalda. Sí es verdad lo del batín, de vez en cuando. Pero creédme que es menos encantador de lo que uno puede imaginar, en parte porque suele ser de color rosa violáceo y en parte porque no es mío. Pero dejémos mis tendencias travestidoras para otra ocasión. También hay un poco de Nietzsche por ahí, y de Bulgakov, pero me temo que el casero nos ha prohibido que encendamos la chimenea. Basta!
Estamos aquí para que os cuente y para que vosotros, maravillados, sepáis de mis periplos por la galia.

Llegué a tierras de extraradio por medio de nuestros amadísimos, afables y amistosos amigos de Ryanair, pero ¿que os puedo contar de ellos que no sepáis ya?. Mejor olvidar lo que hay que olvidar.
Cómo bien dice mi amiga Tuc, de manera mas refinada, el nivel de canguelo encuentra un renovado y fresco aire para surcar los cielos de mis adentros cual golondrina esquizofrénica, rozando con sus plumáceas extremidades las paredes de mi estomago, así enrabietando al monstruo que no me deja dormir. Las infames mariposas hitlerianas. Aquella noche no dormí. No fue demasiado difícil perdurar, ya que a las 5 de la mañana debía estar en planta de todos modos. Cualquiera que haya ido de viaje sabrá lo que es levantarse con mas entusiasmo en las antípodas de la noche que a mediodía un sabado, cuando lo que te espera es una aventura.
Olvidé meter muchas cosas en la maleta, por supuesto, así que llegué tarde, pero bueno, ya lo tenía en mente. Tras un mutualmente frío abrazo me despedí de mi padre, ansioso por dejar atrás mi vida de rutina y empezar de nuevo en otro país....otra vez. El sedentarismo me llama y me atrapa y lo odio y no lo puedo evitar y ahora se me presenta la oportunidad de hacer el celébre borrón y cuenta nueva, empezar desde cero, esculpir el grisáceo manto del futuro con el dorado cincel del presente.

El sol salió mientras sobrevolavamos las nubes. Poco después chirriaban las ruedas de caucho del avión en el asfalto del aeropuerto de Marsella y 8 euros después arribamos a la estación de trenes de St. Charles, donde en breves partiríamos hacia nuestro destino final: Lyon. El tiempo de espera se caracterizó por su mundanidad. El excitamiento quasi-orgásmico que me precipita el viaje internacional (y en aqueste nuestro bello país ibérico, también el nacional) fue eclípsado por una fatiga roedora y sibilina. ¿Sospechoso de la causa número 1?  26 horas de lucidez contínuas.

Os habréis fijado en el uso del plural de las útlimas líneas. Los que me conocen directamente achacarían esto a un bipolarismo inherente, comunmente presenciado en mi persona. Entra aquí el personaje segundo de nuestra maravillosa historia: Clara. Siento decepcionar a algunos en diciéndoos que "no existe" susodicho bipolarismo (diagnosticado) y que en este caso es real. Y tan real. Es la realidad mas real que hay en mi vida en estos momentos. Ésta, su realidad hace que mi entorno me parezca mas real, y de nuevo siento si decepciono a algún romanticón meloso y babeante de lujuria pecaminosa que pensaba que el amor era todo vivir en el mundo irreal de la fantasía amatoria (o mamatoria, como lo vea cada uno). No. En mi mundo real está ella y me hace tener los pies en la tierra. Y mas adelante veréis por qué. Por ahora sepamos meramente que ella me acompaña a todos lados y es mi fiel escudera y compañera, y como suele suceder en estos casos, es mucho mas inteligente y lógica que el hidalgo maltratado por su propia mente. ¡Que Dulcinea ni que melazas!

Llevado por las alas quietas
En la melange de esta verborrea caótica que se vira en demasía me percato de un cansancio novel en este día. ¡Sea hecha, pues, la voluntad de aquel conocido Hypnos y secuéstreme la noche y que extinga la llama de mi concienca en esta velada íntima que comparto hoy con el mundo! Doy por cerrada esta introducción. Hic terminamus.
En disculpando la abrupta despedida me retiro al griterío inequívoco de mis sueños y pesadillas y os dejo desamparados en la cuneta de la curiosidad, deseando bulliciosos la llegada de una nueva entrega de esta mi aventura por la tierra de los baguettes y  los cigarrillos.

Una despedida sin adiós.