martes, 1 de noviembre de 2011

¿Cómo que no somos nada?

Cuando nos sometemos a una experiencia fuera de lo normal tendemos a asociarla con experiencias no vivídas por nosotros, los referentes que tenemos de la experiencia antes de experimentarlos nosotros mismos. Así, uno tiende a darse a los clichés cuando se encuentra fuera de su zona de confort y de desdeñarlos cuando forman parte de lo cotidiano.

Eso sucedió a 2,500 metros de altura. Allí, sentado en un pequeño rescollo poco nevado, para darse aire de filósofo, dijo lo siguiente: "No somos nada en esta tierra". ¡Y quien negara lo contrario! Que frase tan apropiada para esta ocasión, que cliché. Ademas, no somos nada menos en la alta montaña que a nivel del mar, si apuramos podemos incluso asumir que somos menos a dos metros bajo tierra que a dos kilometros sobre ella, así que ¿por qué aquí ese pensamiento?

Entre tanto, tan poco....



¿Que será lo que tiene el aire de la montaña? Quizás sea la falta de él, en todo caso. Al faltarnos el aire por el irremediable proceso de la física, nos olvidamos de respirar y así nuestro cerebro puede centrarse un poco mas en sus tareas pensadoras. Al faltarnos el oxígeno tenemos una distracción menos. Aun así, "no somos nada en esta tierra" apenas viene a cuento. Desde luego no es lo que sintió este pretencioso filósofo de alturas. Aparte de un miedo constitutivo que le hacía pensar con desdén en el desayuno y que aumentaba con la altura de la telecabina, no había pensado para nada en la mísera existencia del ser humano en la tierra. Tampoco pensó nada por el estilo colgado a mas de dos kilómetros de altura desde un cable de hierro en lo insignificante que sería su cuerpo espachurrado contra la roca debajo. Solo arriba, con la seguridad de que todo seguiría igual, pudo contemplar la nimiedad del ser. ¡Y todo esto estando en lo mas alto de una montaña! Uno puede sentirse intimidado por la altura de estos monstruos cuando los ve por primera vez. Tambien puede sentirse diminuto viendo venir hacia él un mar de hielo, aunque sea a 1 centímetro por hora. Pero no se puede sentir insignificante en plena cumbre kilométrica. No. Aquí uno se eleva por encima de una montaña, ¿cómo que no somos nada?.

Yo no se de otros, pero en ese momento, viéndose uno a la misma altura que toda una montaña, no...que toda una cordillera alpina, el alma se acongoja del poder inmenso que conlleva.
Cuando el filósofo en potencia puso pie y se puso en pie en la piedra montañosa no sintió otra cosa que alivio por estar sobre algo que, estaba seguro, no se caería. Instantes despues, cuando todo lo que lo rodeaba estaba bajo sus pies, entró por donde siempre entran estas sensaciones, por el estómago, algo que sí que había sentido antes. Una mezcla de un vértigo no propiciado por las alturas y una satisfacción tan sobrecogedora que aprieta los organos en sí mismos y produce congoja, por decirlo simplemente. Y allí, mirando en derredor 360 grados, en una sincronía de momentos donde la gente no aparecía, donde las avionetas no volaban, donde el viento se quedó quieto y donde las nubes se fueron apartando, el que quería ser filósofo sintió que flotaba. Una fuerte tribulación le creó un poco de mareo, pero eso era su cerebro. Porque, con un poco menos de aire del que ocuparse, el cerebro era mas consciente de aquella peculiar y efímera situación. Y poco a poco se fue acostumbrando a ella.
Luego llegó la muchedumbre, volvieron a sonar rotores desde el valle abajo y el viento fue enfriando su nariz hasta sacarlo de ese estado. Luego vino la caminata sobre el hielo y las rocas hasta el lago. Viniero las cabras respingando de pico en pico y la dichosa nube que tapaba la vista al Mont Blanc. Y al final llegaron ellos al lago, quizás una hora y media despues, y el sentimiento de congoja había desaparecido. Junto al lago se sentaron y comieron y charlaron y tomaron fotos de todos los picachos y de todos los copos de nieve que encontraban y miraban a los pocos hombres  y mujeres que descendían y subían la ladera de la montaña y se mojaban los pantalones sentados en la nieve. Allí entre mordisco y mordisco del bocadillo, con aire reflexivo y un visaje acorde, el que quería ser filósofo quiso serlo y lo dijo, "no somos nada en esta tierra".

Y aquí menos...¿no?

Y cuando todo ello hubo acabado, vino el silencio de la mano del recuerdo. Y la montaña que lo sostenía 2,500 metros en el aire habló a través de aquella quietud al oído del que quería ser filósofo y le recordó lo que había sentido en la cima de la montaña que ahora poco a poco descendían. Y se volvieron a dar aquellas circunstancias donde todo permaneció en un paréntesis idílico. Sus ojos recorrieron otra vez la circunferencia del panorama y vio lo que estaba pasando, se dió cuenta de la estupidez de lo que había dicho porque la montaña le dijo "tampoco es nada esta tierra". ¡Y quien tuviera valor de negar lo contrario! Pues sí, la tierra no es nada. Y no es que le deba nada al hombre ni mucho menos, no entremos a debatir si la existencia del hombre hace a la tierra lo que es porque eso en realidad no tiene nada que ver con lo que la montaña le dijo al que quería ser filósofo. Lo que la montaña le quiso decir en ese instante al que quería ser filósofo, susurrando silencio y retumbándolo contra sus tímpanos, es que ni el ni ella eran nada. Ni tampoco la graciosa Clara, que le acompañaba y le amenizaba el día con su presencia. En realidad nada era nada, ni lo sigue siendo, pero en su entereza inexistente somos todos uno. Eso puede parecer una complejidad innecesaria creada con la única intención de desorientar, confundir o intimidar al lector, pero nada mas lejos de la realidad.


Dejad que os explique en un momento la particularidad (y esto no es nada nuevo para la humanidad) de mirar una estrella: si entendemos que la luz son partículas en movimiento que entran en nuestros ojos por la pupila y crean una imagen en nuestro cerebro, podemos afirmar que en mirando una estrella, entramos en contacto con ella. Quizás ya ni siga existiendo dicha estrella, pero hace años despegaron millones de partículas desde una orbe fogosa, una supernova alomejor, que ahora han sobrevivido el vacío espacial, han atravesado la atmósfera, han batido la curvatura de la tierra, y han ido a parar a nuestra pupila. En ese momento, estamos tocando una estrella. Podemos tutear al universo, porque ya no miramos a la estrella desde lejos sino que pasamos a formar parte de ella. Ahora podéis entender lo que pasó junto al lago, en lo alto de la montaña, a 2,500 metros de altitud.
Cuando la montaña le dijo que nadie ni nada era algo, que todo era nada, permitió al que quiso ser filósofo que formase parte de la montaña. Fue ahí donde odió ser civilizado, pertenecer a algo tan moderno y tan avanzado, y deseó volver a sus orígenes. Activar aquellos genes dormidos por el futuro y retroceder al estado mas primitivo del ser humano. Sintió la congoja y la aceptó, la disfrutó, dejó de ser lo que llevaba siendo para poder ser lo que siempre había sido. Y sintió tristeza cuando volvió a ser como antes. Nunca perdió la noción de lo que había ocurrido. Mientras bajaban la ladera empinada, el que ya no quería ser filósofo no olvidó lo que la montaña le había dicho y le había enseñado.
Cuando se econtraron tan de cerca con aquel macho cabrío rumiando bajo un arbol caído, vió que lo entendía y lo miró como a un igual y siguió su camino cuesta abajo sabiendo que aquel animal tambien le había mirado como a un igual.

Al final no quedó mas remedio que volver a aquella civilización que tan poco cercana le parecía. En la noche que siguió, entre tormentos y aullidos delirantes a causa de sus sueños, se sintió lleno, como se siente ahora en recordándolo, y todo tenía aun sentido. Una felicidad le inundó, una felicidad rara, inesperada, por haber hablado con la tierra. Y un ansia por volver a ella y dejar atrás esta mal llamada civilización. Pensó, recordó y revivió lo que sucedió a 2,500 metros de altitud, y resonaban en sus oídos el silencioso mensaje de la montaña. Claro que no somos nada, pero ¿qué es ser nada en la nada? Nada.

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